viernes, 26 de octubre de 2012

Lo que el huracán se llevó


Solía contar con un escuchante –no oyente-, disponible las veinticuatro horas  del día para mí. Era muy apuesto e inteligente; más que yo. 
A él le contaba qué pensaba al levantarme, antes y después de comer, y aquellas cosas que me sorprendían de mis tardes. Por la noche, más que contarle, le gritaba lo grande que me parecía el mundo. Yo a cambio, le regalaba mi ser. 
Cuando mi escuchante y yo estábamos juntos éramos imparables, porque ambos nos convertíamos en mirantes: hablábamos con los ojos, ¿quién necesita palabras?
Y aquello era más fácil que respirar.
Una noche soñé que el escuchante y yo subíamos a una gran torre de piedra. Antes de llegar arriba, se desmoronaba y caíamos. Caíamos en un lago, muy lejos el uno del otro; tan lejos, que no volvíamos a vernos. Me desperté aterrorizada.
"¿Y entonces qué pasó?"
Un día, sentí que el escuchante comenzaba a poner sus oídos de perfil. No dije nada. Y al tiempo, sus oídos ya no estaban. 
Algo cambió dentro del escuchante. Quizás un día se despertó y comprendió que él no veía el cielo del mismo color que yo, o quizás creció de repente; o simplemente se cansó de escuchar.
Empecé a sentir frío y dejó de prestarme sus abrazos. Yo le llamaba, o le gritaba, o lloraba sin más. Él mentía, o me mentía, o se mentía. El agua del lago nos cubrió por completo.
Tras un largo verano, el oyente y yo nos reencontramos, pero ya no nos mirábamos. Solo nos veíamos. "Mucho frío", pensábamos. -Tristeza- sentía yo. -Aún desconocido-, él. 
El tiempo pasaba, él se hacía mayor, yo me deshacía en nostalgia. Intenté dar, pero solo conseguía pedir. O reclamar -¿lo que era mío?-, con un cuchillo en la mano.
Le repetía: ya no me quieres. Él callaba, sin negar, sin asentir, sujetándome la muñeca levemente; vago ademán.
Dije: ahora o nunca. Y se desató la hecatombe.
Recogí sus cosas, las empaqueté, las dejé en la puerta, y al llegar él después de un duro día de trabajo, le eché de mi vida. "Vuelve, demuéstrame" pensaba. 
Me lo imagino roto, deshecho. Pero aún así, cogió sus maletas y se fue, sin rechistar (sin levantar la mirada, siquiera).
Lamenté durante mucho tiempo mi estupidez, mi renuncia a lo que más amaba entonces. Me odié como jamás nadie me llegará a odiar. ¿Y ahora mi mundo, por quién sería escuchado? ¿Y ahora mi mundo, quién sería?
Probé otros escuchantes, que no llegaban ni a oyentes, probé incluso hablantes, pensando que podría haberme equivocado de papel. Pero todo fue inútil; y él no volvió jamás.
Fue entonces cuando me decidí a nacer. Yo, la de ahora. O la de siempre, sin velos en los ojos. Me quité mi piel vieja, llena de cicatrices con su nombre, y me coloqué otra, tersa y joven. Si bien se distinguía alguna que otra pequeña herida, difícilmente curable.
Buenas noches y bienvenidos, escuchantes.